Casi desde que llegó la Democracia, coincidiendo con los
comienzos de una grave crisis económica y social, Cádiz mantenía una desigual e
invisible lucha con entidades territoriales superiores a ella para mantener su deteriorado
estatus económico y conservar su diferenciada cultura ciudadana.
Políticos
e intelectuales de Las Cabezas de San Juan para arriba nos miraban por encima
del hombro con la misma curiosidad con la que los viajeros románticos del siglo
XIX miraban a España, esa tierra tan encantadora llena de frailes, toreros y
bandoleros. Estos políticos e intelectuales que se acercaban hasta Cádiz,
viajando en sus coches por la autopista para asistir sin pagar a la final del
concurso de agrupaciones del Carnaval en el Falla, lo tenían claro; Cádiz era
un buen lugar para estar un rato, aunque alguno se quedaba hasta el “carrusel”
del domingo en la antigua Plaza, reírse con la gracia de los lugareños y comer
alguna de las delicias gastronómicas tan peculiares de esta tierra, tortillitas
de camarones y mariscos para pobres incluidos, mientras admiraban el ingenio de
los tipos graciosos que producía esta ciudad, ingenio que pronto incorporarían a
la maquinaria mediática de su poderoso imperio sevillano.
Algunos gaditanos, no confundir con “gaditas”,
esperábamos que se produjera una reacción ciudadana. Confiábamos en que los
políticos, las instituciones y las asociaciones, sin renunciar a la modernidad
y la actualización que exigían el final de un siglo y el comienzo del otro,
defendieran los usos y costumbres que conformaban el carácter de una ciudad que
fue adelantada en España en muchas innovaciones y movimientos sociales.
Esperanza vana, los políticos no estaban por la labor.
Desde aquel día de un ya lejano Carnaval en que el Alcalde Carlos Díaz, excelente
persona por cierto, subido a las Puertas de Tierra nos descubrió una verdad
histórica, que por ella no pasaron las tropas de Napoleón, olvidando que por el
puente Suazo tampoco, ya vimos que esta nueva generación de dirigentes políticos,
salvo excepciones, no estaba muy entusiasmada ni por la Historia ni por la
Cultura en general ni por la Cádiz en particular.
En
cuanto a las instituciones, sometidas al igual que los políticos en su
actuación a las directrices madrileñas o sevillanas, dejaron a un lado el
fomento de las potencialidades da la ciudad para atender y potenciar otras
actividades de segunda categoría. Por ejemplo la misma Zona Franca, que guardó
silencio ante la constitución de su competidora sevillana, se puso de espaldas
al mar que fue la vida de la ciudad durante siglos y se dedicó a la
especulación inmobiliaria por la provincia, patrocinando en la capital
instituciones tan curiosas y dignas de estudio como el Casino Gaditano. A propósito,
si el edificio que éste utiliza es de propiedad municipal ¿por qué no se
permite su uso a otras asociaciones tan merecedoras como la usuaria? Si lo
comparamos por ejemplo con el Ateneo, pierde en todas sus actividades, en las
culturales por goleada, ya que en las pocas que organiza el Casino la presencia
de sus socios se puede contar con los dedos de una mano; y en cuanto a las
sociales pasa otro tanto; a ver, ¿cuántas placas ha colocado el Casino por la
ciudad?
Lo mismo ocurre en el terreno deportivo; ¿alguna vez
saldrá algún gaditano con la capacidad económica o el prestigio social como para
hacerse cargo del Cádiz S.A.D.? Y en el Carnaval, ¿acaso no se mantiene y
publicita en gran parte gracias al sevillano Canal Sur? ¿No triunfan los
autores o poetas sevillanos superando a los propios locales? También en el
mundo de la Semana Santa, la juventud cofrade que sabe mucho de Historia del
Arte pero que, como en el verso machadiano, desprecia cuanto ignora de las
tradiciones de su ciudad, ¿no se rindió hace ya muchos años a la supuesta
superioridad estética sevillana?
A este declinar cultural y social han contribuido los
medios de comunicación a los que sólo tienen acceso políticos, intelectuales,
carnavaleros, futboleros y cofrades adeptos a las fuerzas sociales y culturales
emergentes y que se enfrentan a los pocos opositores a su triunfo que van
quedando en la ciudad, pero ¿existen estos resistentes? ¿Dónde se ocultan?
Refugiados
en algunos bares o en los modestos baches, la versión gaditana del tabanco
jerezano o del güichi isleño, estos ´´últimos de Filipinas” la mayoría ya jubilados,
se baten en retirada, conscientes de que cuando falten se irá con ellos una
forma gaditana de ser e incluso de expresarse; se encuentran inmersos en una
cultura popular e incluso ilustrada que ya no es la de la ciudad que
conocieron. Quizás por eso, rebeldes hasta en el habla, todavía se empeñan en recordar
lugares que sólo existen en su imaginación; bares y cafés como el Novelty, el
Viena, el Cantábrico, el Hamburgo o el Mikay; comercios como Créditos Rucas, La
Riojana, o Merchán; hablan de sus viviendas utilizando vocablos ya muertos como
patinillo, accesoria o casapuerta e incluso, en el colmo de su rebeldía y
conservadurismo, usan expresiones social y políticamente incorrectas como los
baratillos cuando se refieren al mercadillo dominical, penitente cuando quieren
decir nazareno o la plaza cuando aluden al espacio gastronómico del mercado.
Ya
les queda poco, el Diario de Cádiz de hoy se refiere a un edificio “okupado”
como “la Corrala”, expresión que usan los propios ocupantes y que, aunque
proviene de Sevilla, es hija de la jerga madrileña-manchega que ya ha suplantado
en la capital andaluza al tradicional corral trianero.
Cuando
el mismo pueblo de Cádiz habla de corrala para denominar lo que aquí siempre se
llamó una casa de vecinos es que no queda ninguna esperanza, la batalla está
perdida. Así que gaditanos rancios ya no tenéis nada que hacer ni que decir, reconocerlo, la
modernidad por fin triunfó en Cádiz.
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