viernes, 20 de febrero de 2015

Cuando el Cádiz rancio perdió la batalla.


            Casi desde que llegó la Democracia, coincidiendo con los comienzos de una grave crisis económica y social, Cádiz mantenía una desigual e invisible lucha con entidades territoriales superiores a ella para mantener su deteriorado estatus económico y conservar su diferenciada cultura ciudadana.

Políticos e intelectuales de Las Cabezas de San Juan para arriba nos miraban por encima del hombro con la misma curiosidad con la que los viajeros románticos del siglo XIX miraban a España, esa tierra tan encantadora llena de frailes, toreros y bandoleros. Estos políticos e intelectuales que se acercaban hasta Cádiz, viajando en sus coches por la autopista para asistir sin pagar a la final del concurso de agrupaciones del Carnaval en el Falla, lo tenían claro; Cádiz era un buen lugar para estar un rato, aunque alguno se quedaba hasta el “carrusel” del domingo en la antigua Plaza, reírse con la gracia de los lugareños y comer alguna de las delicias gastronómicas tan peculiares de esta tierra, tortillitas de camarones y mariscos para pobres incluidos, mientras admiraban el ingenio de los tipos graciosos que producía esta ciudad, ingenio que pronto incorporarían a la maquinaria mediática de su poderoso imperio sevillano.

            Algunos gaditanos, no confundir con “gaditas”, esperábamos que se produjera una reacción ciudadana. Confiábamos en que los políticos, las instituciones y las asociaciones, sin renunciar a la modernidad y la actualización que exigían el final de un siglo y el comienzo del otro, defendieran los usos y costumbres que conformaban el carácter de una ciudad que fue adelantada en España en muchas innovaciones y movimientos sociales.

            Esperanza vana, los políticos no estaban por la labor. Desde aquel día de un ya lejano Carnaval en que el Alcalde Carlos Díaz, excelente persona por cierto, subido a las Puertas de Tierra nos descubrió una verdad histórica, que por ella no pasaron las tropas de Napoleón, olvidando que por el puente Suazo tampoco, ya vimos que esta nueva generación de dirigentes políticos, salvo excepciones, no estaba muy entusiasmada ni por la Historia ni por la Cultura en general ni por la Cádiz en particular. 

               En cuanto a las instituciones, sometidas al igual que los políticos en su actuación a las directrices madrileñas o sevillanas, dejaron a un lado el fomento de las potencialidades da la ciudad para atender y potenciar otras actividades de segunda categoría. Por ejemplo la misma Zona Franca, que guardó silencio ante la constitución de su competidora sevillana, se puso de espaldas al mar que fue la vida de la ciudad durante siglos y se dedicó a la especulación inmobiliaria por la provincia, patrocinando en la capital instituciones tan curiosas y dignas de estudio como el Casino Gaditano. A propósito, si el edificio que éste utiliza es de propiedad municipal ¿por qué no se permite su uso a otras asociaciones tan merecedoras como la usuaria? Si lo comparamos por ejemplo con el Ateneo, pierde en todas sus actividades, en las culturales por goleada, ya que en las pocas que organiza el Casino la presencia de sus socios se puede contar con los dedos de una mano; y en cuanto a las sociales pasa otro tanto; a ver, ¿cuántas placas ha colocado el Casino por la ciudad?

            Lo mismo ocurre en el terreno deportivo; ¿alguna vez saldrá algún gaditano con la capacidad económica o el prestigio social como para hacerse cargo del Cádiz S.A.D.? Y en el Carnaval, ¿acaso no se mantiene y publicita en gran parte gracias al sevillano Canal Sur? ¿No triunfan los autores o poetas sevillanos superando a los propios locales? También en el mundo de la Semana Santa, la juventud cofrade que sabe mucho de Historia del Arte pero que, como en el verso machadiano, desprecia cuanto ignora de las tradiciones de su ciudad, ¿no se rindió hace ya muchos años a la supuesta superioridad estética sevillana?

            A este declinar cultural y social han contribuido los medios de comunicación a los que sólo tienen acceso políticos, intelectuales, carnavaleros, futboleros y cofrades adeptos a las fuerzas sociales y culturales emergentes y que se enfrentan a los pocos opositores a su triunfo que van quedando en la ciudad, pero ¿existen estos resistentes? ¿Dónde se ocultan?

Refugiados en algunos bares o en los modestos baches, la versión gaditana del tabanco jerezano o del güichi isleño, estos ´´últimos de Filipinas” la mayoría ya jubilados, se baten en retirada, conscientes de que cuando falten se irá con ellos una forma gaditana de ser e incluso de expresarse; se encuentran inmersos en una cultura popular e incluso ilustrada que ya no es la de la ciudad que conocieron. Quizás por eso, rebeldes hasta en el habla, todavía se empeñan en recordar lugares que sólo existen en su imaginación; bares y cafés como el Novelty, el Viena, el Cantábrico, el Hamburgo o el Mikay; comercios como Créditos Rucas, La Riojana, o Merchán; hablan de sus viviendas utilizando vocablos ya muertos como patinillo, accesoria o casapuerta e incluso, en el colmo de su rebeldía y conservadurismo, usan expresiones social y políticamente incorrectas como los baratillos cuando se refieren al mercadillo dominical, penitente cuando quieren decir nazareno o la plaza cuando aluden al espacio gastronómico del mercado.

      Ya les queda poco, el Diario de Cádiz de hoy se refiere a un edificio “okupado” como “la Corrala”, expresión que usan los propios ocupantes y que, aunque proviene de Sevilla, es hija de la jerga madrileña-manchega que ya ha suplantado en la capital andaluza al tradicional corral trianero.

Cuando el mismo pueblo de Cádiz habla de corrala para denominar lo que aquí siempre se llamó una casa de vecinos es que no queda ninguna esperanza, la batalla está perdida. Así que gaditanos rancios ya no tenéis nada que hacer ni que decir, reconocerlo, la modernidad por fin triunfó en Cádiz.
                
             

            

No hay comentarios:

Publicar un comentario