A raíz de la eliminación del perro de la enfermera que padeció el ébola, recordé que el
miedo a la hidrofobia, con la consiguiente persecución y exterminio de los perros
callejeros, fue una constante preocupación en la ciudad de Cádiz.
Sin ir más atrás en el siglo XIX un Auto de 1816 del Gobernador Marqués de
Castelldosrius decía: “Atendiendo a favor de la salud y la comodidad de sus
habitantes, en aminorar en cuanto fuese posible el excesivo número de perros
que vagan por sus calles, los cuales no sirven de utilidad alguna conocida, incomodan
de día el tránsito del vecindario y de noche el preciso descanso con sus
ladridos y aullidos, presentando un riesgo harto evidente contra la seguridad
individual de cada vecino, aun cuando no sea más que en los casos cien
repetidos en que los ataca la hidrofobia o mal de rabia”. Por ello prohibió “el
que ande por las calles perro alguno, y todo el que se encuentre será muerto
por los encargados que nombrare al efecto; y sólo se libertarán aquéllos que
vayan con sus dueños, los cuales deberán llevar además un collar con el nombre
de los mismos. No sucederá así con los perros de presa, aunque sea con freno y
collar, pues los que se encuentren deberán matarse irremisiblemente en
cualquier parte donde se hallen como no sean conducidos con una cuerda o cordón
por mano de sus dueños o el que los llevase”.
En
1826 a instancias de Comandante Francés de las tropas de ocupación, el
Gobernador Aymerich ordenó la matanza urbana de los perros sospechosos de
padecer la rabia, para lo que “cuatro brigadas de presidiarios, con su
competente escolta, salgan inmediatamente y cuantos perros encuentren por las
calles y plazas con collar o sin él, los maten, para precaver a los vecinos y
moradores de esta plaza de que puedan ser mordidos por uno de estos animales”.
Un Bando Municipal. |
Durante todo este siglo el miedo a la rabia originó,
sobre todo en verano, recogidas masivas de perros callejeros para su sacrificio.
En estas cacerías participaban, además de voluntarios a los que se les proveía
de un permiso especial y de protección policial, los penados del castillo de
Santa Catalina a los que, convenientemente custodiados se utilizaban para este
fin.
Aunque
la orden era llevarlos a Extramuros para allí matarlos a palos y después enterrarlos, eran frecuentes las
apariciones de perros muertos en la orilla de la playa; llegando algún año la
Policía Municipal, llegó a encontrar hasta 42 perros en cuatro días.
Para los perros identificados con collar se
estableció un depósito en la calle San Dimas donde quedaban en observación
hasta que podían ser recogidos por sus dueños.
Con
la creación en 1872 de la Sociedad Protectora de los Animales y las Plantas, la
primera de esta clase que se creaba en España, la situación mejoró, corriendo
la retirada de perros a cargo de funcionarios municipales, los perreros o
laceros, aunque seguían siendo eliminados los que no tenían dueño y carecían del
correspondiente collar identificativo. Pero ahora se les mataba por medio de la pelotilla de estricnina, dándoles por comida una bola de carne envenenada, lo que suponía un avance respecto al espectáculo cruel y salvaje anterior del
apaleamiento hasta su muerte.
La denuncia del pero Matias. |
Todavía
algunos recordamos, en los años 40 y 50 del siglo pasado, la figura del lacero
municipal que, protegido por un guardia municipal y seguido de una turba de
chiquillos que le increpaba a distancia, perseguía a los perros callejeros para
llevarlos a la perrera municipal, con el regocijo y aplauso de la chavalería
cada vez que el perro lograba eludir el fatídico lazo.
Y,
aunque ya se esté perdiendo, todavía recordamos la frase “anda y que te den la
pelotilla como a los perros” con la que se mandaba a alguien un poco lejos, deseándoles la misma suerte que a los canes que, al sobrar en la ciudad o por ser libres e independientes de cualquier dueño, se
les daba el pasaporte, pagando el Ayuntamiento, al paraíso perruno.
Del
Archivo Municipal de Cádiz
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