Aunque esta modesta bitácora no es tribuna que pueda
competir con los medios de comunicación que utilizan los partidarios de su tardía
santificación, quisiera ofrecer mi opinión sobre esta marginación en el
escalafón celestial de este gaditano por el único motivo de serlo.
Es
cierto que nuestro paisano fue uno de los oradores más famoso de su tiempo, pero
no es menos cierto que fue un hombre inculto, un fraile que ni siquiera
dominaba los textos bíblicos cuyas lagunas resaltó en un informe a la Corona el
mismo Obispo de Málaga, incultura que no le impidió reunir a multitudes que
acudían atraídas por el magnetismo de su predicación adornada con los recursos
más efectivos de la oratoria sagrada de esa época.
Lo que
caracterizó al padre Cádiz era su odio cerril, no ya a toda innovación científica, sino a cualquier
conocimiento que no se basara en el contenido de la Biblia. Era un religioso que
defendía un pensamiento opuesto al de otros religiosos como Feijoo o los
clérigos que participaban en las Sociedades Económicas de Amigos del País, más partidarios
de la modernidad de los conocimientos científicos y sociales de su siglo. Era
un enemigo declarado de la Ilustración y como tal sería ensalzado por los
partidarios de la España antiliberal hasta el punto de que en la posguerra nuestras
autoridades académicas bautizaran con su nombre el Colegio Mayor de nuestra
ciudad, como si su figura no representara todo lo contrario del espíritu
científico y universitario.
Es
comprensible que en una Iglesia antiliberal y a la defensiva como la de finales
el siglo XIX bajo el pontificado de León XIII se beatificara al padre Cádiz, pero
desde entonces hasta este siglo XXI se han producido acontecimientos históricos
y se han originado movimientos sociales que hacen indefendible desde cualquier
punto de vista sus predicaciones. La asimilación por la Iglesia de las doctrinas
sociales y políticas de los filósofos triunfantes en la Revolución Francesa y
plasmadas en las declaraciones de derechos humanos como la de la O.N.U. de 1948
o la europea de 1950; del Socialismo incardinado en las sucesivas encíclicas
papales; o de una Iglesia que, desde el Concilio Vaticano II posee otro sentido
de su papel en el Mundo distinto del de ser la guardiana de los privilegios de
los monarcas y los poderosos como en los siglos pasados.
No
puede defenderse la obra de Fray Diego José por las circunstancias o la mentalidad
del momento histórico en que vivió, ya que los Evangelios estaban escritos
desde la época de los romanos y emanaban para los creyentes un mandato de amor
al prójimo y de caridad a los que ajustaron sus vidas y sus obras otros religiosos
incluso de siglos anteriores desde Fray Luis de León hasta el padre las Casas.
Tampoco
se puede defender su santificación desde un victimismo o pesimismo histórico gaditano;
no se la hace santo porque es de Cádiz o porque los gaditanos quieren poco a su tierra y a sus
hijos más preclaros. Aunque alguna la segunda afirmación encierre algo de
verdad, nuestro Beato no representa precisamente el espíritu del Cádiz del
siglo XVIII, una ciudad acostumbrada desde siglos a la presencia motivada por el
comercio de varias minorías nacionales, de no cristianos como los musulmanes y
judíos, o de herejes como los extranjeros protestantes, sin que este
cosmopolitismo planteara ningún problema para la convivencia ciudadana. El rencor
del padre Cádiz que le llevó a alentar la guerra contra la Francia revolucionaria,
no representa el espíritu pacífico, abierto y tolerante, esto es cristiano, de
la ciudad de la que tomó su nombre.
Hace
dos años pocos se opusieron a la conmemoración del segundo centenario de las
Cortes de Cádiz; al contrario abundaron las alabanzas al espíritu de libertad y
al intento de modernización de España que supuso su labor, incluida la Iglesia
que resaltó la presencia de sus clérigos entre los diputados doceañistas. Si se
quiere exaltar la obra y la figura de Fray Diego José de Cádiz en nuestros días
convendría aclarar antes qué parte de la España del Antiguo Régimen al que se
enfrentaron los constituyentes del Doce se pretende defender: ¿La Inquisición? ¿La
esclavitud? ¿El tormento en los juicios? ¿La persecución de todas las
libertades incluidas la de imprenta?
Dejemos
al beato del Mentidero en paz y no nos acojamos, para ocultar nuestra decadencia actual y diseñar un futuro más
ilusionante, a defender la rehabilitación de dudosas glorias de nuestro pasado.
José m. Mis felicitacines por este post.
ResponderEliminarY que no remueban mucho este asunto porque lo bajan de beato a monaguillo. Un abrazo