El destino final. |
A pesar de su ubicación atlántica, los ritos funerarios
han tenido siempre en Cádiz la misma importancia y trascendencia que en el
resto del ámbito mediterráneo; para los habitantes de esta isla resulta tan
familiar la tumba de un fenicio o de un cartaginés como la muy antigua
costumbre de ahorrar de la paga mensual un dinerito para pagar “los muertos”,
esto es la compañía de seguros que les prestará los servicios póstumos.
Aunque se podría contar mucho sobre la historia funeraria
gaditana me limitaré, aprovechando la festividad, a señalar algunas medidas que
adoptó el Ayuntamiento para la mejora de los servicios fúnebres en el siglo
XIX, servicios que dejaban mucho que desear, ya que la formalidad externa,
incluida la asistencia religiosa, se guardaba hasta las Puertas de Tierra,
donde se despedían los duelos y el féretro emprendían la marcha hasta San José
en la mayor soledad, en carros llevados por empleados desaliñados que
frecuentemente paraban en las ventas del camino y hasta en ocasiones llegaban
ebrios al cementerio según critica frecuentemente la prensa.
En 1842 el concejal Campe, asombrado por la exhibición
pública de los ataúdes de uso múltiple ya que en las fosas y nichos se
enterraba a los cuerpos, utilizándose los ataúdes sólo para la conducción de
los cadáveres, critica al Alcalde “La
costumbre de construir y proporcionar féretros, carros y enseres fúnebres para
las cajas mortuorias y conducciones de cadáveres al cementerio, además de
hallarse admitida en las Hermandades y Cofradías se ha extendido a varios
particulares que por industria han formado establecimientos de aquéllos objetos
para servicio del público. Este sistema demuestra la ilustración de la Sociedad
instituyendo el respeto, lustre y decoro a la especie humana hasta en su finada
vida, debe ser protegida por las Autoridades; los expresados establecimientos
se hallan situados en accesorias o almacenes con puerta abierta dentro de la
población” y esos “féretros tienen el destino de contener considerable número
de cadáveres que indudablemente los impregnan cada cierto tiempo de miasmas
corruptibles, que además de la fetidez que exhalan pueden influir contra la
salud de las personas que se hallan avecindadas por las inmediaciones o que
transitan por las cercanías, además de lo poco grato que suele ser para la
vista y aspecto público la presencia constante de aquéllos aparatos fatídicos.
Pedía que “todos los féretros, carros y enseres
mortuorios pertenecientes a particulares, hermandades o cofradías se depositen
en los almacenes o edificios que existen en la parte del Campo frente al
almacén de pólvora próximo al molino de vapor, o bien en la plazuela llamada
del cuartel de San Fernando por ser los únicos sitios más separados de la
población y suficientemente ventilados, para que de este modo se pueda evitar
las contingencias susceptibles, ya en las estaciones calurosas, o ya en las que
resultase por desgracia que hubiera enfermedades contagiosas”. El Ayuntamiento
le hace caso disponiendo que se guarden debidamente “los indicados objetos”, y
que se castigue al infractor la primera vez con multa de 500 reales de vellón y
la segunda “con la privación del establecimiento o industria”.
Otra necesidad que se sentía era la de mejorar el
servicio que prestaban los “carros funerarios”. En 1862 Juan Bautista Vivaldi,
que firma anteponiendo el apellido al nombre, se dirige al Ayuntamiento
haciéndole notar “la falta que se deja sentir en esta población de carruajes
propios para la conducción de los cadáveres al cementerio, necesidad que se
deja sentir en todas las grandes poblaciones por la ventaja que proporciona de
decoro, decencia y comodidad”. Ofrece prestar un servicio con dos clases 1ª y
2ª, servido por “carruajes funerarios con el lujo elegancia y excelente
construcción con muelles cual se usa en las carretelas de paseo”, que llevarían
el cadáver “desde la casa mortuoria al Campo Santo empleando para ello los
hombres encargados en la dirección de dichos carruajes, los cuales irán
vestidos con la decencia debida”; en contrapartida pedía la concesión del servicio en exclusiva por
dos años.
El Vivaldi gaditano empresario de pompas fúnebres. |
Enseguida aparece otro empresario Eduardo Carrascal que
ofrece prestar el mismo servicio “con el decoro que exige la cultura de esta
población” en tres clases, en la 1ª clase el carruaje “sería conducido por
cuatro caballos llevados a mano por personas decentemente vestidas” y los de 2ª
y 3ª clase “dirigidos desde el pescante por cocheros también decentes”; también
pedía la exclusiva del servicio pero por cuatro años.
El Alcalde remitió los expedientes al gobernador quien
opinó que se trataba de “un servicio que dejado a la libre industria podría
llegar a hacerse tan indecoroso que quizás fuera necesario prohibirlo” por lo
que recomendó se sacara a concurso público.
Desconocemos
si el servicio se concedió en exclusiva, pero la “decencia” en el vestir de los
empleados funerarios no sería toda la debida cuando en 1878 varios concejales
obligan al Ayuntamiento a uniformar el servicio de bolicheros quejándose de que
“Tiempo hace que la cultura de Cádiz
reclama que se reforme y reglamente el servicio de la conducción de los
cadáveres a su última morada, para que se efectúa con el conveniente decoro,
suprimiendo el repugnante espectáculo que presentan los cargadores de oficio,
cuyo aspecto y maneras son repulsivos al ciudadano en general, y muy
especialmente a las familias que se ven en la triste necesidad de entregarles
los restos de seres queridos y respetados”.
En
cuanto a los servicios que prestaban las primeras empresas funerarias, se
comprueban viendo el anuncio que por esas fechas publicaba el periódico El
Globo.
Un anuncio ilustrativo. |
Del
Archivo Histórico Municipal de Cádiz
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