sábado, 2 de noviembre de 2013

Historias del Cádiz funerario



El destino final.


            A pesar de su ubicación atlántica, los ritos funerarios han tenido siempre en Cádiz la misma importancia y trascendencia que en el resto del ámbito mediterráneo; para los habitantes de esta isla resulta tan familiar la tumba de un fenicio o de un cartaginés como la muy antigua costumbre de ahorrar de la paga mensual un dinerito para pagar “los muertos”, esto es la compañía de seguros que les prestará los servicios póstumos.

            Aunque se podría contar mucho sobre la historia funeraria gaditana me limitaré, aprovechando la festividad, a señalar algunas medidas que adoptó el Ayuntamiento para la mejora de los servicios fúnebres en el siglo XIX, servicios que dejaban mucho que desear, ya que la formalidad externa, incluida la asistencia religiosa, se guardaba hasta las Puertas de Tierra, donde se despedían los duelos y el féretro emprendían la marcha hasta San José en la mayor soledad, en carros llevados por empleados desaliñados que frecuentemente paraban en las ventas del camino y hasta en ocasiones llegaban ebrios al cementerio según critica frecuentemente la prensa.   

            En 1842 el concejal Campe, asombrado por la exhibición pública de los ataúdes de uso múltiple ya que en las fosas y nichos se enterraba a los cuerpos, utilizándose los ataúdes sólo para la conducción de los cadáveres,  critica al Alcalde “La costumbre de construir y proporcionar féretros, carros y enseres fúnebres para las cajas mortuorias y conducciones de cadáveres al cementerio, además de hallarse admitida en las Hermandades y Cofradías se ha extendido a varios particulares que por industria han formado establecimientos de aquéllos objetos para servicio del público. Este sistema demuestra la ilustración de la Sociedad instituyendo el respeto, lustre y decoro a la especie humana hasta en su finada vida, debe ser protegida por las Autoridades; los expresados establecimientos se hallan situados en accesorias o almacenes con puerta abierta dentro de la población” y esos “féretros tienen el destino de contener considerable número de cadáveres que indudablemente los impregnan cada cierto tiempo de miasmas corruptibles, que además de la fetidez que exhalan pueden influir contra la salud de las personas que se hallan avecindadas por las inmediaciones o que transitan por las cercanías, además de lo poco grato que suele ser para la vista y aspecto público la presencia constante de aquéllos aparatos fatídicos.

            Pedía que “todos los féretros, carros y enseres mortuorios pertenecientes a particulares, hermandades o cofradías se depositen en los almacenes o edificios que existen en la parte del Campo frente al almacén de pólvora próximo al molino de vapor, o bien en la plazuela llamada del cuartel de San Fernando por ser los únicos sitios más separados de la población y suficientemente ventilados, para que de este modo se pueda evitar las contingencias susceptibles, ya en las estaciones calurosas, o ya en las que resultase por desgracia que hubiera enfermedades contagiosas”. El Ayuntamiento le hace caso disponiendo que se guarden debidamente “los indicados objetos”, y que se castigue al infractor la primera vez con multa de 500 reales de vellón y la segunda “con la privación del establecimiento o industria”. 

            Otra necesidad que se sentía era la de mejorar el servicio que prestaban los “carros funerarios”. En 1862 Juan Bautista Vivaldi, que firma anteponiendo el apellido al nombre, se dirige al Ayuntamiento haciéndole notar “la falta que se deja sentir en esta población de carruajes propios para la conducción de los cadáveres al cementerio, necesidad que se deja sentir en todas las grandes poblaciones por la ventaja que proporciona de decoro, decencia y comodidad”. Ofrece prestar un servicio con dos clases 1ª y 2ª, servido por “carruajes funerarios con el lujo elegancia y excelente construcción con muelles cual se usa en las carretelas de paseo”, que llevarían el cadáver “desde la casa mortuoria al Campo Santo empleando para ello los hombres encargados en la dirección de dichos carruajes, los cuales irán vestidos con la decencia debida”; en contrapartida  pedía la concesión del servicio en exclusiva por dos años.
 
El Vivaldi gaditano empresario de pompas fúnebres.

            Enseguida aparece otro empresario Eduardo Carrascal que ofrece prestar el mismo servicio “con el decoro que exige la cultura de esta población” en tres clases, en la 1ª clase el carruaje “sería conducido por cuatro caballos llevados a mano por personas decentemente vestidas” y los de 2ª y 3ª clase “dirigidos desde el pescante por cocheros también decentes”; también pedía la exclusiva del servicio pero por cuatro años.

            El Alcalde remitió los expedientes al gobernador quien opinó que se trataba de “un servicio que dejado a la libre industria podría llegar a hacerse tan indecoroso que quizás fuera necesario prohibirlo” por lo que recomendó se sacara a concurso público.

Desconocemos si el servicio se concedió en exclusiva, pero la “decencia” en el vestir de los empleados funerarios no sería toda la debida cuando en 1878 varios concejales obligan al Ayuntamiento a uniformar el servicio de bolicheros quejándose de que  “Tiempo hace que la cultura de Cádiz reclama que se reforme y reglamente el servicio de la conducción de los cadáveres a su última morada, para que se efectúa con el conveniente decoro, suprimiendo el repugnante espectáculo que presentan los cargadores de oficio, cuyo aspecto y maneras son repulsivos al ciudadano en general, y muy especialmente a las familias que se ven en la triste necesidad de entregarles los restos de seres queridos y respetados”.   

En cuanto a los servicios que prestaban las primeras empresas funerarias, se comprueban viendo el anuncio que por esas fechas publicaba el periódico El Globo.


Un anuncio ilustrativo.

Del Archivo Histórico Municipal de Cádiz

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