miércoles, 12 de diciembre de 2012

Dos petimetres van al Coliseo Francés de Cádiz


Un petit maître

          Me llamo François Mellet, soy natural de Marsella y vine a Cádiz hace cinco años para trabajar en el escritorio de la casa comercial Malibrand Frères, entonces situada en el domicilio familiar en la casa donde termina la calle Guanteros y comienza la calle Nueva y ahora recién instalada en la plaza de San Agustín cerca de la portería del convento y rodeada de tiendas de pañeros catalanes.
Como además de joven sólo soy un modesto escribiente no puedo relacionarme con mis paisanos los poderosos comerciantes franceses, y como tampoco me apetece la amistad con ninguno de los paisanos de Oloron-Sainte Marie, todos ellos parientes entre sí, cuñados o amigos, que abandonaron en masa su bonito pueblo pirenaico para instalarse en Cádiz, he entablado amistad con un suizo de mi edad Pierre Dutoît, con él que frecuento los paseos gaditanos y la mesa de billar del café que el marsellés Lázaro Asié tiene en la calle Solano.
Pero hoy es un día especial ya que vamos a asistir por primera vez a una representación en el Coliseo Francés. Esa casa de la música, del baile y del teatro que, los que tenemos la dicha de hablar la lengua de Molière y de Racine, debemos al entusiasmo de Constantin, Olombel, Deschamps, Poirel y los demás socios que adquirieron el enorme y viejo caserón de la Casa de la Bomba para convertirlo en el magnífico teatro que vamos a visitar.
Como Pierre trabaja en el despacho de la casa Juglá, Solier, Mellet & Cie. paso a recogerlo a la salida de su trabajo en la plaza del Palillero. Aunque es pariente lejano de uno de los socios, su patrono Juglá que lleva la voz cantante no le perdona ni un minuto de su trabajo. No me cae simpático este anciano ginebrino que hace ostentación de su religión calvinista que ampara para los comerciantes de esta ciudad el Rey de España y nos desprecia a los católicos y oficia todas sus celebraciones religiosas familiares a bordo de los barcos de naciones protestantes surtos en la Bahía.
Para llegar hasta donde me encontraré con mi amigo paseo despacio por la calle San Francisco donde se encuentran algunos de los mejores comercios  de Cádiz: Paso sin detenerme por los numerosos comercios de tejidos, guantes y sombreros de mis compatriotas franceses, aunque sí suelo entrar en alguna de las tiendas de cristales de los alemanes Riedmeyer y Preisler para curiosear y admirar las maravillosas cristalerías de Bohemia que reciben de su país. Ya en la calle de la Carne me detengo ante la que llaman librería francesa, aunque pertenece a un presbítero gaditano, que hace la competencia a la situada San Francisco arriba cerca de la plaza de Loreto, y luego procuro pasar de prisa por el matadero al que los españoles llaman pomposamente Carnicería del Rey, pero que para mí es un lugar infecto y maloliente que desdice de esta calle y de esta ciudad.
Tras recoger a mi amigo, cruzamos la parte más fea de la calle de la Carne, pues sólo tiene algunas carnicerías y tiendas de baja calidad, y donde vemos pasar a una turba que marchaba acompasada al ritmo de tambores formando una atronadora algarabía: Son los negros de la cofradía de la Virgen de la Salud que marchan a su capilla de la iglesia del Rosario a celebrar alguno de sus ruidosos cultos, africanos. Mi amigo, como aspirante a entrar algún día en el negocio de su pariente, me corrige mostrándose como un experto conocedor de uno de los principales negocios del comercio gaditano, la trata de esclavos: “No son africanos, muchos han nacido en Cádiz y tienen raíces de siglos en esta ciudad, además la mayoría son libertos que incluso ocupan puestos en el Ejército o al servicio de la Corona, los únicos negros que deben interesarnos son los verdaderos africanos” y para demostrarme sus conocimientos sobre este “género” comienza a nombrarme las tribus a las que pertenecían los cargamentos que arribaban a los puertos americanos a bordo de los barcos fletados por las compañía gaditanas, “solo de las costas de Angola tenemos a los mandingas, mías, popoes, mososos, lucumíes, toangos y congos finos…”
Al citar a la última de esas tribus entramos a la plaza de los Descalzos y por el callejón del convento pasamos bajo el arco de la casa que acaba de construir la viuda de Garaycoechea llegando al campo de Capuchinos.
Aunque la oscuridad de este paraje no es recomendable para los espíritus sensibles de los gaditanos, por lo que sólo lo frecuentan parejas y misteriosos individuos solitarios, es el que preferimos los jóvenes empleados extranjeros de las casas mercantiles, pues la cercanía del mar refresca el aire y despeja nuestra mente y nuestros pulmones del ambiente cerrado y de las miasmas de los escritorios, además, no es un sitio peligroso como pueden serlo la Alameda del Carmen o el mismo Boquete, por donde deambulan la mayoría de los contrabandistas y delincuentes que pululan por el muelle, aunque está sólo a un paso de la guardia de la Puerta del Mar.
Al llegar a la Caleta nos metemos por entre las huertas del Campo Santo sembradas de verduras que los gaditanos gustan de consumir a pesar de que se crían en el suelo de un antiguo cementerio. Pasamos de largo por las huertas del Negro y de la Tinaja, de muy mala reputación entre los no jugadores, en cuyas puertas discuten grupos de incautos marineros y de tahúres locales. Por fin llegamos a la plaza del Mentidero, donde contemplamos el desfile de carrozas y de sillas de mano que dejaban a sus ocupantes en la entrada principal del coliseo, bajando presurosos e indiferentes a  las reverencias de los lacayos y de los silleteros genoveses de la parada de la calle San Pedro.
Así vimos llegar a algunos de los más poderosos comerciantes de habla francesa, al marsellés Philippe Garnier introductor y gran vendedor en Francia de los vinos de la villa de Rota, al suizo Etienne Polier eufórico porque acababa de recibir en estos días la autorización de Su Majestad para montar una fábrica textil en la Isla de León, o al también suizo Joseph Dufalga, un presuntuoso que expone en el rótulo de su tienda su condición de “corresponsal de M. Berthoud Premier Horloger du Roi” y que gana muy buenos reales vendiendo cronómetros y péndulos marinos a la Armada Española.
A pie sin carruaje llegan por la calle de la Bendición de Dios tres marinos españoles que debían ser personas importantes por cuanto los curiosos los señalan y cuchichean a su paso. Por uno de los españoles presentes nos enteramos que vienen de la Isla de León y son Joseph Mazarredo, Jefe del Departamento Marítimo, Joseph Barrientos, Comandante de los Guardias Marinas y Vicente Tofiño, el director de la Academia de Guardias Marinas.
 Pero como nuestro sueldo no llega para adquirir un boletín de entrada a un camarote ni un palco, sólo a un asiento en uno de los bancos sin respaldar de la platea, nos dirigimos a la puerta de entrada de la calle de la Bomba que es la que nos corresponde.
Una vez en su interior nos quedamos admirados contemplando la belleza del edificio, las maderas nobles de sus columnas y balaustradas, las arañas del salón y los palcos, las  pinturas del techo principal y el verde y oro de la sala que contrastaba con el carmesí de los canapés y cortinas de los palcos privados, un acierto haber confiado la construcción del coliseo al Maestro González.
Rivalizando con el teatro, los asistentes muestran sus mejores vestidos y joyas, en especial las damas; parece que las gaditanas habían estado esperando a que se abriera este teatro y que surgieran por la ciudad las tiendas que, tras Mme. Seminayre, abrieron las modistas, peluqueros y sombrereros que llegaron acompañando a las compañías parisinas, para adoptar las modas que estaba introduciendo en la corte de Versalles María Antonieta, la joven esposa de nuestro Delfín. También algunos hombres se asoman a sus palcos luciendo sus caros ropajes, sus costosas pelucas y sus empolvados rostros con los lunares “moscas” que reservan para el teatro o los bailes familiares, pero que no se atreven a lucir en el paseo por las transitadas calles de la ciudad.  
La obra que se representa hoy promete ser apasionante, se titula Pygmalion, su autor J-J Rousseau ha escrito un texto que seguro hará aflorar nuestras más íntimas emociones y cuya primera representación en un teatro será en éste de Cádiz, que se adelanta así a los teatros parisinos e incluso al de la propia corte de Versalles.
A una señal del Director Dalainval se bajan las arañas y comienzan a apagarse todas las luces de la sala y de los palcos, quedando sólo las candilejas del tablado. Se descorre el telón y se hace el silencio. Comienza la representación.

En este lugar estaba el apeadero del Coliseo Francés


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